Contracorazón Capítulo 16: Un abrazo imposible




Faltando una semana para la boda de Magdalena y Mariano, las cosas para el novio estaban mejorando; la recuperación de la herida había avanzado sin mayores complicaciones, y el hombre ya podía hacer medio reposo, todo un alivio para él luego de los primeros días de descanso absoluto y vigilado por madre y novia. Así las cosas, el sábado Rafael se levantó temprano, con la idea de adelantar algo del proyecto que tenía en manos: llevaría un pastel de carne con gratinado de queso y verduras para el almuerzo en casa de su hermana al día siguiente. Mientras pelaba las papas, tenía en televisión un programa de cocina para guiarse en algunos pasos de la receta; podía hacer un pastel de carne sencillo por sí mismo, pero quería hacer algo más elaborado y para eso necesitaba algo de asistencia.
El chef que estaba en pantalla había tomado notoriedad en los medios después de publicar una serie de videos en donde criticaba los clips perfectos de recetas que abundaban en los canales, aquellos en donde los utensilios se multiplicaban hasta el infinito, los ingredientes más costosos o raros eran demasiado sencillos de conseguir, y todo funcionaba como una película; después de eso, su canal se hizo conocido por mostrarlo haciendo el proceso en tiempo real, incluyendo el lavado de los accesorios o las dificultades habituales en una casa como no tener una enorme variedad de cuchillos a disposición.
A Rafael le agradaba su programa y la forma didáctica de enseñar, y además le parecía muy atractivo, lo que era un regalo extra al momento de verlo; después de preparar los ingredientes y dejar en el refrigerador, limpió la cocina y ordenó un poco, justo a tiempo para contestar una llamada de Martín.

—¿Cómo va?
—Bien —respondió mientras sacaba una botella de gaseosa—, estaba adelantando un poco de trabajo para mañana.
—¿Mañana? —preguntó Martín.
—Sí, iré a almorzar donde mi hermana y llevaré un pastel de carne.

Martín silbó sorprendido al otro lado de la línea.

—Vaya, eso es mucho trabajo; yo no soy tan bueno cocinando, creo que soy mejor como ayudante ¿Recuerdas cuando te dije el otro día que estábamos preparando algo en casa de mis padres? Pues yo era más bien el trae esto, termina aquello, cuida que no se queme eso.

Los dos rieron ante el comentario; el trigueño siguió con la conversación yendo a lo que era más próximo.

—¿Sigues ocupado?
—No, terminé recién lo quería hacer —replicó Rafael.
—En ese caso, podríamos salir pronto, dan las once de la mañana y quiero llegar donde mis padres antes que empiecen a cocinar, para que no me acusen de no ayudar.

Rafael estaba pensando en lo mismo, ya que durante la semana no hablaron de ese tema a pesar de haber estado en contacto.

—Sí, creo que es buena hora. Me cambio de ropa, me ordeno un poco y bajo ¿En diez minutos?
—Perfecto. Nos encontramos abajo.

Se reunieron poco más tarde y fueron en dirección al metro, charlando animadamente; en medio del trayecto el trigueño recibió un mensaje en el móvil, que lo hizo sonreír al leer.

—Es de Carlos —explicó—. Dice que papá anda en el mercado comprando unas cosas. Anda de buen humor.
—Eso es bueno —comentó el moreno—. ¿Cómo le va con las clases?
—Con problemas con historia, lo que es medio mala suerte para mí.

Rafael lo miró, extrañado.

—¿Por qué para ti?
—Porque soy analista de datos ¿Recuerdas? Cuando no entiende algo la hago de guía por teléfono, pero por suerte sólo le está yendo mal en esa asignatura en el último tiempo.

Rafael no había pasado por una situación similar, ya que la diferencia de edad entre él y su hermana era de cuatro años, mientras que la de Martín con Carlos era de casi nueve.

—¿Cómo es eso de la escuela y esas cosas? Con Magdalena lo vivimos distinto porque somos más cercanos; de hecho, ella me ayudó siempre con aritmética y álgebra porque no soy muy bueno en esa área.
—Y ella sí.
—Sí, es buenísima en todo —explicó el moreno—, cuando éramos niños ella parecía una maestra conmigo, tenía que sentarme y no interrumpirla porque se enfadaba.

Martín meneó la cabeza.

—En nuestro caso fue distinto. Para cuando dejó la escuela yo tenía diecisiete, casi estaba saliendo de la secundaria, así que estaba adelantado y se me hizo una costumbre llegar en la tarde a ayudarlo con los deberes; además es listo, sólo que de vez en cuando se atrasa en alguna materia porque cree que es Dios para jugar en la consola, ver series y estudiar al mismo tiempo.

Poco después llegaron a la casa de los padres de Martín, que estaba hacia el norte de la zona en donde ambos vivían; el barrio en el que estaba ubicada era una especie de micro universo distinto a la mayoría de las calles de la ciudad, con multitud de pasajes con cerca en donde los niños jugaban en tranquilidad, y los adultos mayores reposaban al sol o conversaban de cualquier cosa. Rafael se sorprendió de ver ese clima tan especial en la ciudad, algo que veía de forma común en su hogar familiar, pero desconocía en la gran urbe. Los padres de Martín tenían en común un aspecto generalizado de cansancio, algo entendible por las experiencias que habían vivido, pero eran muy distintos de comportamiento y aspecto; él era de baja estatura, corpulento y bastante silencioso, mientras que ella era alta y distinguida, y se expresaba con cercanía en todo momento. Ambos fueron muy amables con él desde el principio, haciéndolo sentir acogido y cómodo, como si lo conocieran desde antes; en cuanto a Carlos, Rafael notó que estaba de buen humor, aunque un poco nervioso, rasgo que omitió para no ponerlo en evidencia.
Fue el propio Carlos quien sugirió que Rafael se uniera a ellos en la preparación del almuerzo, y gracias a la ayuda del buen carácter y facilidad de palabra de Martín, las cosas se dieron con naturalidad; al poco, se encontró charlando de forma amena con la familia, compartiendo anécdotas casi con la misma facilidad que lo hacía con Martín cuando hablaban a diario.

—Rafael ¿Puedes ir por la albahaca? Está en el patio —comentó Martín.
—Claro, voy en seguida.

La cocina de esa casa era enorme en comparación a la de su departamento, y conectaba con un pequeño patio trasero, en donde se veía un diminuto huerto de especias; Rafael salió y buscó lo que le habían encargado, pero no lo encontraba entre las demás especias.

—Son las que están colgando en la cuerda.

Carlos había salido al patio y le indicó un cordel blanco al extremo del patio.

—Ah, ahora las veo —replicó mirando en la dirección que indicaba el joven.
—Sí, mamá dijo que estaban secando así que creí que no las ibas a ver.
—Gracias.

Tomó las hojas de la aromática planta y sintió el agradable olor.

—¿También las tienen aquí?
—Sí, papá se encarga del huerto porque…

La frase quedó interrumpida; extrañado, Rafael volteó hacia el muchacho y se quedó de piedra al verlo.

—¿Carlos?

El muchacho estaba pálido, y se sostenía débilmente con la mano derecha en el mesón; Rafael sintió que se tardaba mucho tiempo en reaccionar ante algo que debería ser evidente.

—¿Carlos?
—Estoy bien —musitó el muchacho, mientras se sujetaba las costillas con la mano izquierda.

No pudo decir más, y en un acceso de dolor, el brazo derecho no pudo sostenerlo más; Rafael actuó puramente por instinto, sin pensar ni calcular, de modo que no supo cómo, pero alcanzó a llegar donde él justo un instante antes que el joven chocara contra el mueble. Lo sujetó, atrayéndolo hacia su cuerpo mientras tomaba su mano entre la suya.

—¡Martín!

Su destemplado grito hizo que el aludido saliera de la cocina casi como si se hubiera transportado hasta allí; entendió la escena en una milésima de segundo y se acercó, rodeando con sus brazos a su hermano menor.

—Estoy aquí, ya te tengo —dijo con voz suave, aunque firme— ¿Dónde te duele?
—No es nada —se esforzó por decir el muchacho.

El trigueño se había ubicado de frente a él, mirándolo con infinito cariño.

—Vamos, te llevaré a tu cuarto.

Intentó moverse, pero notó que las piernas del joven temblaban. Con una increíble combinación de fuerza y suavidad, lo tomó en sus brazos, sosteniéndolo abrazado a él, y levantándolo del suelo. Al dar un paso, notó que el muchacho seguía sosteniendo la mano de Rafael fuertemente entre sus dedos, acaso como un acto reflejo ante el dolor que lo acosaba; el trigueño volteó y le hizo un leve asentimiento para que los acompañara.
Mientras entraban en la cocina, Rafael no pudo evitar preguntarse dónde estaban los padres, pero unos momentos después comprendió que ya sabían lo que estaba sucediendo, y se dedicaron de inmediato a otras labores que tenían el mismo objetivo. El padre estaba en la sala, preparando unas jeringas y otras cosas desde un maletín metálico, muy concentrado en su acción, mientras que la madre se había adelantado hasta el cuarto del joven, dejando abierta la puerta y preparando la cama para que pudiera reposar; una vez todo estuvo listo, Martín pudo llegar hasta la cama, dejando sobre ella al muchacho, en un acto tan suave y cuidado que a primera vista daba la impresión de no requerir esfuerzo alguno. Sin embargo, Rafael pudo ver sus músculos tensos por el esfuerzo, en contraposición con su actitud dedicada y la expresión de total atención hacia él. En un momento como ese, no existía nadie más para Martín que su hermano.

—Ya estamos aquí —susurró mientras lo dejaba sobre la cama— ¿Quieres que apague la luz?

El muchacho había soltado su mano cuando entraron al cuarto, y esta pendía sin fuerza por el borde de la cama; en la semi oscuridad del lugar, Martín se arrodilló en el suelo y acomodó la ropa de cama en torno al débil cuerpo del joven, que producto de los dolores que lo aquejaban parecía más delgado y pequeño, como un ser quebradizo que necesitara ser tratado con extremo cuidado. Rafael sintió un estremecimiento al ver la total entrega de Martín en ese momento, en donde lo único que le importaba era hacer lo que estuviera en su poder para ayudar a su hermano, poniendo en segundo lugar su propia tranquilidad y comodidad, sin cuestionar ni preguntar.

—Lamento arruinar el almuerzo —se esforzó por decir el muchacho.
—¿Quien se preocupa por el almuerzo? —exclamó Martín, con ligereza—, es sólo comida, podemos seguir con eso en cualquier momento.

Guiándose solo por su voz, se podría pensar que estaba hablando con total normalidad, pero el moreno identificó la actuación de su amigo; no estaba mintiendo, sólo se trataba de una decisión por poner el énfasis en las cosas que creía más importantes en ese instante.

—¿Es aquí? —indicó la zona en el torso que su hermano había estado sosteniendo—. Podría hacerte un masaje ¿Te parece?

Carlos asintió casi de forma imperceptible, ante lo que Martín se subió las mangas de la remera y comenzó a frotar las palmas.

—Sólo dame un segundo ¿De acuerdo? Tengo las manos un poco heladas y no quiero gritos por el frío.

No era un chiste propiamente tal, pero lo dijo con liviandad como si fuera una costumbre para él; mientras se frotaba las manos para activar la circulación, volteó hacia Rafael e hizo un leve asentimiento, dando a entender que estaba bien, que podía quedarse ahí y no sería un intruso en ese lugar, a pesar de lo íntimo y personal de ese momento.

—Bien, ahora estoy listo —declaró con seguridad—, vamos a ponernos en acción.

Poco a poco, el masaje dedicado de Martín ayudó al joven, y algunos momentos después, su padre ingresó al cuarto, listo para realizar las infiltraciones de medicamentos para las que se había estado preparando; el joven parecía hundido en la cama, con los ojos cerrados y respirando de forma pausada, con poca fuerza y a un ritmo que parecía aprendido para poder usarlo en una situación como esa.
Al compás de la respiración fuerte y decidida de Martín, los minutos fueron pasando, hasta que finalmente su hermano se sumió en un superficial, aunque estable sueño. Todos salieron del cuarto sin hacer ruido; los padres se encargaron de tareas prácticas como apagar los fuegos de la cocina y guardar los ingredientes para que no se estropearan, pero Rafael vio que Martín se escabulló hacia el patio delantero. Decidió seguirlo al sentir que sabía lo que le estaba sucediendo.

—Martín.

Lo encontró sentado en uno de los bancos de madera dispuestos al lado de la puerta de la casa; en la luminosa mañana, parecía que nada podía iluminarlo.

—Es mi culpa —murmuró al sentirlo acercar.
—¿De qué estás hablando?

El otro, medio perdido en sus pensamientos, demoró un momento en responder.

—Pensé que solo estaba nervioso porque venía una visita, porque se incomoda cuando está frente a personas que no conoce —dio un largo suspiro—; se siente vulnerable y no quiere que lo vean en ese estado. Estuvimos hablando de eso, y le insistí que no se preocupara por ti, que tú no lo ibas a mirar con lástima o algo parecido.

A Rafael ni siquiera se le había pasado por la mente esa idea.

—Pero yo en ningún momento quise…
—No, no es sobre ti —interrumpió—, tú no hiciste nada malo, eso ya lo sabía desde antes. Pero yo te conozco, no él, y como insistí en que estuviera tranquilo y se comportara como siempre con nosotros, le causé el efecto contrario, lo empujé a que fingiera que estaba bien cuando no era así. Y me convencí que estaba actuando extraño porque estaba algo nervioso, no quise ver ninguna de las señales.

Ambos quedaron en silencio luego de estas palabras; Rafael no esperaba que Martín se sintiera culpable por lo que estaba pasando ¿Era realmente así? Él había visto muchacho sólo una vez, por lo que no conocía su forma de comportarse de la misma forma; no sabía si lo que identificó como nerviosismo lo era o no, pero Martín de seguro lo conocía mucho mejor. Se sentó junto a él y lo miró a los ojos.

—No te sientas culpable.
—¿Cómo no? —Exclamó el otro—. Estaba aquí, yo soy el que lo conoce mejor; no pude evitar lo que le sucedió, pero pude haber actuado antes, tenía que haber actuado antes.

El moreno meditó las palabras un momento antes de hablar. Necesitaba saber muy bien lo que estaba diciendo para poder conectar.

—Escucha, esto no es tu culpa; tu hermano tomó esa decisión, fue algo que él quiso hacer.
—No entiendo lo que dices —replicó el otro.
—No quiso quedar fuera —explicó con lentitud—; tal vez no fue la forma más apropiada, pero quiso olvidarse de su enfermedad al menos por un momento.

Martín lo miró como si le estuviera hablando en otro idioma.

—¿Por qué haría eso? Yo no quería que él fingiera estar bien.
—Tal vez no lo hizo por ti —explicó Rafael—. Quizás sólo quería olvidarse de todo, ser uno más en un grupo, no necesitar ser diferente.
—¿Te dijo algo? —preguntó Martín con un dejo de ansiedad.
—No, no me dijo nada —respondió con sencillez—, sólo hablo de lo que veo. No me pareció ver que quisiera mentir por tu causa, sólo que fue algo que decidió por sí mismo; tienes que entender que tu hermano no es un niño, es un adolescente, pronto será un hombre. Ayúdalo a tomar buenas decisiones, eso es lo que puedes hacer, pero no puedes estar culpándote por cualquier cosa que él haga. Si quieres que se convierta en un buen hombre, vas a tener que dejar que se equivoque y estar ahí para apoyarlo.

Martín se había quedado en completo silencio, mirándolo muy fijo a los ojos; para cuando Rafael terminó de hablar, le dedicó una mirada sincera.

—Eso fue realmente bueno. Gracias por preocuparte tanto.
—Para eso son los amigos ¿No es así?

El trigueño asintió y se acercó a él, abrazándolo amistosamente. Después se puso de pie, tomando y botando aire en repetidas ocasiones.

—A veces me pregunto cómo ayudarlo de alguna otra forma, siempre siento que me quedo corto. Si pudiera, te lo juro que cambiaría lugares con él. Aunque fuera un día, aunque por una vez pudiera darle un momento de tranquilidad, algo que sepa que no va a desaparecer de un momento a otro.
Tener el poder de garantizar que por lo menos una vez, desde que se levante y hasta que se acueste, pudiera hacer lo que le plazca, sin interrupciones; sin dolor.
Es un pensamiento bastante ingenuo ¿No lo crees?

Rafael negó con la cabeza.

—Yo creo que es algo que todos pensamos en algún momento sobre alguien a quien amamos —repuso encogiéndose de hombros—. Todos queremos lo mejor para los nuestros, es algo natural; habla muy bien de ti que pienses de esa forma.

Durante la tarde, el núcleo familiar hizo un cambio en los planes para el almuerzo; decidieron hacer, bocadillos fríos para compartir cuando Carlos se sintiera un poco mejor; Rafael podía ver el esfuerzo de los padres por conservar un ambiente de normalidad en la casa, y decidió honrar esa decisión actuando de la misma forma. Más tarde, el hermano menor de Martín se recuperó un poco y se unió a ellos en una jornada de juegos de mesa, que sirvió mucho para mejorar los ánimos.
Por la noche, ambos amigos iban de regreso a casa tras un término de jornada mejor.

—¿Necesitas ayuda con esa preparación que estás haciendo? —preguntó Martín cuando estaban llegando al sector donde ambos vivían.
—No, estoy bien —replicó Rafael—, gracias, pero en la mañana dejé listo lo más complicado, falta poco. Gracias por la invitación.
—Gracias, a ti. Por todo.

Después le despedirse, Martín subió a su departamento y se dio una ducha; por lo general no se mostraba sentimental, pero en compañía de Rafael esos sentimientos afloraban con facilidad y se sentía cómodo para hablar de lo que le estaba sucediendo. Al final, sacando las cuentas del día, todo había salido mejor de lo que esperaba, incluso con el incidente con su hermano; se planteó hablar con él al respecto, pero decidió esperar un poco y hacerlo con más calma.
Rafael tenía razón, era una decisión de Carlos y tenía que actuar con respeto ante ella, no recriminarlo por sus acciones, de modo que pensaría bien qué decirle para hacerlo en el momento y de la forma apropiada.
Durante la noche, un grito lo hizo despertar sobresaltado.

—¡Ayúdenme!

Algo desorientado, creyó que era un sueño, pero luego entendió que era real. Y esa voz era conocida.

—¿Rafael?

En el cuarto de su departamento, Rafael despertó de un salto al escuchar su propio grito.
Estaba bañado en sudor, muy agitato y con una sensación de angustia terrible en el pecho. Por fin, después de muchas dudas y sensaciones vagas, sabía de una forma concreta qué era lo que le estaba pasando, y ese conocimiento lo había llenado de un horror que nunca creyó experimentar.

—¿Rafael?

Se incorporó con dificultad, sintiéndose atontado y perdido ¿Y esa voz? Eso no era parte del sueño, ya no estaba soñando. Recordaba el sueño, las voces y los gritos, pero por sobre todo, la desesperación sin límite, que era algo mucho más real que la evocación de un simple sueno.

—¿Rafael, estás bien?

La voz tenía un tono de alerta. Él conocía esa voz, pero aún estaba demasiado impactado por lo que le estaba pasando como para reaccionar y atar los cabos con más rapidez. Sin embargo, algo en su interior le dijo que tenía que concentrarse y actuar como si eso no estuviera sucediendo; tenía que reprimir lo que pasaba y actuar con la mayor normalidad de la que fuera capaz.

—Voy a bajar en un momento ¿De acuerdo?

Martín; en un instante reaccionó, y entendió que la voz era de Martín, quien lo estaba llamando, probablemente porque había escuchado sus gritos. Los gritos habían traspasado la barrera de los sueños, llegando hasta la realidad, teniendo la suficiente fuerza para hacerse escuchar fuera del recinto del departamento.
Había dejado la ventana abierta, por lo que su voz podría haber salido con mucha más facilidad que si no hubiera sido así.

—¡No! Estoy bien.

Se dio cuenta de la voz débil y supo que no iba a ser suficiente con hablar, que tendría que ponerse de pie y llegar hasta la ventana.
Aún si parecía que era una distancia interminable.

—Estoy bien —repitió, intentando sonar creíble.

No hubo respuesta, pero por alguna razón supo que el trigueño seguía ahí; con gran dificultad se puso de pie y caminó hasta la sala, luchando contra el dolor y la terrible sensación de angustia en su pecho. Lo que estaba sintiendo en ese momento tenía que quedar como un secreto para Martín.

—Perdón por despertarte.

Salió a la ventana, que había dejado abierta, y miró hacia arriba; la expresión de Martín decía con claridad que estaba preocupado.

—Disculpa por eso, solo fue un mal sueño.
—¿Estás seguro? —preguntó el otro hombre, incrédulo—. No sonaba como un sueño.

No iba a poder sostener esa mentira por mucho tiempo; hizo un esfuerzo por sonar creíble, por convencer a su amigo de algo que él mismo no sería capaz de creer si se escuchara. Tenía miedo, se sentía más solo y abandonado que jamás antes, pero era fundamental que eso no lo dijera, que parado en el pequeño balcón de su departamento lograra ser fuerte y demostrar que todo era un simple error, un malentendido sin trascendencia.

—Sí, es solo que me quedé dormido en la sala, en el sofá, y cuando hago eso duermo mal. Ahora me voy a la cama y se me pasa.

Hizo un gesto vago con las manos, tratando de quitar toda importancia al tema.
La expresión de Martín era de total incertidumbre; esa débil mentira no iba a resistir más, tenía que terminar con esa conversación.

—Perdona por molestar —dijo al cabo de un momento.
—No te preocupes. Rafael —preguntó el otro hombre, mirándolo con atención— ¿Todo está bien?

No, no lo estaba, y a partir de ese momento nunca sabría si iba a estar bien, no con lo que estaba experimentando. Se obligó a mantener el aplomo un momento más, lo suficiente para dar sentido a sus palabras.

—Sí, desde luego. Ve a dormir, y gracias.

Se despidió vagamente, cerró la ventana y regresó a su cuarto, derrumbándose por el trayecto.

Lo que había experimentado era real, era completamente real.
Sólo que no era un sueño, era un recuerdo.
Pero un recuerdo de otra persona; la experiencia de alguien que no era él.


Próximo capítulo: Tiempo atrás

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