Contracorazón Capítulo 01: Algo que sucedió ayer



Hace treinta años

Miguel estaba muy nervioso esa mañana de febrero; había tomado una decisión importante, y era el momento de ponerla en práctica.
Se levantó temprano, y después de ducharse y afeitarse prolijamente, tomó un poco de gel para el cabello y lo peinó hacia atrás, quedando quieto, mirando su reflejo en el espejo; esa mañana iba a proponerle a Joaquín que fuera a vivir con él.

—Tranquilo –se dijo, intentando parecer seguro–, solo es una sugerencia. Si no quiere, todo estará bien.

Pero no sabía si en realidad iba a estar bien; la relación que comenzaron tiempo atrás era algo complejo de sobrellevar, porque el secreto era una carga permanente para ambos. No era posible asumir una relación de ese tipo en público, ya que eso los perjudicaría en el trabajo, en el entorno familiar, y dañaría a quienes amaban.
Quizás en otro país, o en otra época, su historia habría sido distinta.
Pero no estaban en otro país; vivían en una sociedad anticuada, con dogmas arraigados desde el siglo anterior, y nadie querría entender que lo de ellos era amor como el de cualquier otra pareja. Resignados al secreto, vivían mintiendo siempre, aparentando ser amigos, nada más, y viviendo su amor a escondidas, entre paredes que no tuvieran oídos.
Lo que iba a hacer era convertir esa amistad en la fórmula de dos amigos, de veintitantos, que comparten gastos para bajar los costos; gracias a su trabajo en la tienda de electrónica, donde fue ascendido, pudo costear los primeros pagos de un departamento, y eso creaba la oportunidad perfecta para decirle a Joaquín que dejara el cuarto que rentaba, y se trasladara con él. No le importaba que para el resto del mundo fueran amigos, si aceptaba, sería una forma privada de formalizar su relación.
Llevaba la camisa azul oscuro que había comprado para la ocasión, esperando que le trajera suerte, con los jeans con que se sentía más cómodo: la librería en donde trabajaba Joaquín estaba a un costado de la plaza de armas, y a las doce en punto, él salía a almorzar, tomando por el paseo peatonal hacia el sur, media cuadra hasta el restaurante. El plan de Miguel era interceptarlo, y decirle todo de inmediato, antes que los nervios se lo comieran.
Cuando faltaba una cuadra para llegar a su destino, algo rompió el cotidiano bullicio del paseo peatonal, y muchas personas miraron en distintas direcciones, sin tiempo para comprender el infierno que se estaba desatando en ese momento; la explosión fue un golpe sordo, que pareció tragar todos los otros sonidos en un instante, y detonando una serie de otros, que nada tenían que ver con ellos. Muchas personas corrieron, asustadas, en una dirección u otra, presas de la confusión detonada al mismo tiempo que el artefacto, pero para Miguel, ese horrible sonido solo tuvo un significado, pues tenía una dirección que era imposible pasar por alto. Entre sollozos y gritos a su alrededor, corrió, corrió sin descanso, sintiendo que cada paso estaba demasiado lejos de llevarlo al punto al que debía ir; corrió con todas sus fuerzas, sin ver ni oír, sin percatarse de lo que ocurría con los otros, sólo pensando en una cosa, un nombre, sólo una persona.
La detonación había sido en la iglesia, al lado de la librería, pero tuvo tal poder, que derribó el frontis de ambos sitios, sumiendo en el caos, humo y azufre todo alrededor; la gente, en ese horrible punto central, parecía dominada por una fuerza sobrehumana, poseídos por una sensación de horror mudo, e inmóvil. Miguel vio entonces a Joaquín, tendido de espalda en el suelo, entre escombros calientes, entre humo, entre otras personas también heridas; contempló con horror el uniforme amarillo, quemado, la pierna izquierda en una extraña e inhumana posición, la camisa hecha jirones, la piel fragmentada, el cuerpo apenas haciendo un leve movimiento.

— ¡Ayuda! –gritó, mientras se arrodillaba junto a él— ¡Una ambulancia, ayuda por favor!

Su desgarrado sito no fue escuchado, y si lo fue, nadie atendió; Miguel no podía escuchar a su alrededor, todo se había vuelto una cacofonía, un espectáculo de demonios que cantaban en un lenguaje que él no podía interpretar. Con suma delicadeza, arrodillado en el suelo quemado, que quemaba sus piernas, tomó el rostro de Joaquín, ignorando los cortes y las quemaduras que habían desfigurado su cara, al igual que su cuerpo; en sus ojos, pudo ver al mismo de siempre, y en ellos, un destello de una comprensión que lo apabulló.

—Miguel...
—Estoy aquí, estoy aquí –murmuró, sollozando—. Sé fuerte, te voy a ayudar, solo sé fuerte.

Sabía que era una promesa en vano; no necesitaba ser un profesional de la medicina para entenderlo, pero le resultaba imposible decir algo diferente. Tenía que salvarlo, entregaría su vida a cambio si era necesario; sin embargo, fue la mirada de Joaquín la que le demostró que él, en su terrible agonía, había encontrado la tranquilidad de saber lo que iba a pasar.

—Miguel –murmuró, tras un espasmo de dolor–, Miguel.
—Estoy aquí, estoy aquí –replicó, mirándolo con desesperación—, resiste por favor.
—Mi amor –su voz se había convertido en un susurro, apenas con la fuerza para resistir—. Recuérdame, cuando nuestros corazones se unieron.

Se quedó irrealmente quieto, mientras exhalaba un último suspiro; presa de una desesperación sin límite, Miguel lo acunó entre sus brazos, abrazándolo sin poder siquiera gritar. Algo lo hizo anticipar lo que iba a suceder, y como si se tratara de una promesa, abrazó con fuerza a Joaquín, cerrando para siempre los ojos, entregándose al destino que había destruido todo en su vida. Después, el infernal sonido de la segunda explosión se llevó todo de él.



El presente


El centro comercial bullía de movimiento, pero eso no parecía poner de malhumor a Magdalena; la chica estaba realizando compras previas a su matrimonio, y nada era capaz de afectarla.

—Esos ya te los probaste.
—No digas tonterías –replicó, despreciando alegremente el comentario, con un gesto—, tengo muy claro lo que me he probado.

Rafael suspiró, era un hombre de 26 años, con una hermana de 22 que estaba convertida en una loca de las compras; pero, como de costumbre, no podía resistirse a su dulzura, y a lo que fuera que se le ocurriera, como llevarlo de perchero ambulante al centro comercial. Siempre le había parecido que perder horas en un centro comercial era algo absurdo, pero aunque estaba cansado de entrar y salir de tiendas, no podía dejar de sentir ternura hacia el auténtico y transparente entusiasmo de Magdalena.

—Me quedan perfectos, me llevo estos.

Por suerte, este tienda estaba casi vacía; con los brazos cargados de bolsas de papel de todos los colores, el hombre se acercó a la puerta.

—Voy a sacar una gaseosa de la máquina ¿Quieres algo?
—Nada ahora –replicó ella, sonriendo–. No pierdas mis bolsas, te quiero.

Rafael salió de la tienda, y caminó por un pasillo lateral, en donde había una serie de máquinas de autoservicio; ese negocio era realmente una mina de oro, porque al estar cansado y aburrido, no se fijaba en el precio del producto, y simplemente lo compraba. Se estaba acercando a una de las máquinas, cuando resbaló; torpemente, por causa de las bolsas, dio manotazos y se contorneó, hasta que logró sujetarse de la máquina de café que estaba a la derecha de la que había escogido. Mirando al suelo, descubrió que había agua, probablemente producto de una de esas desastrosas botellas de mineral gasificada que eran muy flexibles y derramaban parte de su contenido al abrirlas. Por suerte, con buenos reflejos había logrado mantenerse en pie, tirando al suelo sólo una de las bolsas de su hermana; estaba recogiéndola cuando notó que alguien se acercaba a la máquina contigua, pero no tuvo tiempo de reaccionar.

— ¡Cuidado!

El hombre que se aproximaba resbaló, y de forma inevitable se abalanzó sobre la máquina de gaseosas, rebotando en ella y yendo a terminar en el suelo. Miguel sintió cómo un ataque de risa amenazaba por estallar, pero optó por controlarse, y obligándose a mantener una expresión seria, se acercó al otro.

— ¿Estás bien? Yo me acabo de resbalar en ese mismo punto, parece que alguien botó agua.
—Creo que tengo el trasero justo en ese punto —replicó el otro—. Maldición.

Rafael extendió la mano y lo ayudó a ponerse de pie; el otro hombre le sonrió de forma amistosa.

—Pero parece que te salvaste del agua .
—Fue por muy poco, en realidad.

No pudo contenerse más, y echó a reír; la forma en que el otro había caído le pareció como sacada de una comedia.

—Lo siento, no quería reírme, es que fue muy gracioso.
—Sí, eso es cierto –admitió el otro, riendo también—, ahora me siento ridículo.
—Deberías secarte, el baño está aquí al lado.

El otro hombre lo miró con expresión de total incredulidad.

—Muy gracioso, estar sin pantalones en el baño de un centro comercial.

Lucía molesto por el accidente, pero al mismo tiempo, su forma mordaz de expresarse hacía que a Rafael todo le pareciera más divertido. Miró hacia la tienda de zapatos, notando que su hermana otra vez estaba probando un par, y tomó la decisión .

—Te puedo ayudar, si no quieres estar semidesnudo en la mitad del baño.

Momentos después, tenía los pantalones del otro a mínima distancia del secador de manos, aguardando a que el aire caliente hiciera su trabajo; las bolsas esperaban en una percha en la pared.

—Ya casi está listo.

Se miró en el gran espejo del lugar, y se dijo que estaba empezando a pensar tonterías ; ni siquiera estaba muy arreglado, tenía barba de dos días, y la tenida, aunque era cómoda y de sus favoritas, no destacaba de una forma especial. Llevaba la camisa azul oscuro de la suerte, jeans y zapatillas.

—Ya está.

Pasó los pantalones color azul oscuro por sobre la pared del cubículo en donde estaba el otro, y se quedó esperando, aunque sin saber muy bien qué.

—Gracias —dijo el otro hombre, apareciendo—. Fue una gran ayuda .
—Solidaridad de género –dijo, encogiéndose de hombros—; y también me sentí un poco culpable, si hubiera alcanzado a reaccionar, te habría avisado a tiempo.
—No es nada.

Se produjo un silencio un tanto incómodo para ambos; a fin de cuentas, no se conocían, sólo había nacido una colaboración entre ellos de forma fortuita. A Rafael se fijó en que la tenida del otro hombre estaba compuesta por los pantalones oscuros y una remera de un color amarillo bastante contrastante, y le pareció extraño prestar atención a algo como eso, sin ningún motivo.

—Entonces, gracias.
—Por nada.
—Martín —dijo, estrechando su mano—, ni me presenté.
—Rafael —respondió al instante.
— ¿Y qué, andas de compra con tu novia, esposa?
— ¿Las bolsas? No, es mi hermana, la estoy acompañando y ella, es un poco exagerada para comprar.
—Y te trajo para que le cargues las compras —apuntó el trigueño.
—Pues claro, no vendría al centro comercial de no ser por eso. Y tu ropa, quiero decir ¿Es alguna clase de uniforme?

¿Por qué había preguntado eso?

—Sí, soy anfitrión en el restaurante Morlacos que está en el piso de arriba, inauguraron hace poco; si van a almorzar, pasen por ahí y me buscan, los atenderé de un modo especial.
—Gracias por eso —replicó Rafael—, es muy amable de tu parte.

Mientras hablaban, habían salido del baño; Martín se despidió con un gesto, y se alejó caminando rápido, dejando a Rafael en el pasillo, a tiro de una mirada penetrante de Magdalena.

— ¿Qué?
— ¿Hay algo de lo que tenga que enterarme, hermanito?

Rafael hizo una mueca de burla.

—Muy graciosa, de verdad.
—Era guapo –comentó ella, como al pasar .
—Sólo estábamos cruzando una o dos palabras, es todo –dijo, intentando salir del tema—; me estaba recomendando el restaurante en el que trabaja, nos topamos en la máquina de bebidas ¿Contenta?

Magdalena insistía en hacer de Celestina, pero en ese caso, su punto no estaba tan lejos de la realidad. Martín era bastante guapo, a su punto de vista, y se expresaba con una veloz mordacidad; pero sólo estaba siendo cordial y haciendo publicidad del lugar en el que trabajaba, nada más.

— ¿Y qué restaurante es?
—Magdalena, por favor…
—Es hora de almorzar –declaró ella, triunfante y sonriente—. Ahora, vamos a ver si tu amigo trabaja en un buen lugar.
—NO es mi amigo.
—Sí, sí, lo que tú digas.

Más tarde, estaban entrando en un restaurante ubicado en el segundo nivel del centro comercial; la decoración combinaba elementos relacionados con la navegación antigua y la piratería, y vistosos cofres con joyas de todo tipo, imitaciones de buena calidad que daban al lugar un aspecto atractivo y festivo sin perder la elegancia. Martín reconoció a Rafael y se acercó sonriente a ambos.

—Veo que se decidieron a venir. Un placer, soy Martín.
—Magdalena, un gusto –replicó ella, adelantándose a saludar—; mi hermano me dijo que le recomendaste que viniéramos acá, y que estarías feliz de vernos.

Rafael la miró con severidad, pero la joven hizo como si no se diera cuenta de lo que estaba pasando; Martín asintió, amablemente.

—Me alegra que hayan venido; tengo una mesa tranquila, junto al acuario del fondo ¿les parece?
—Oh, es perfecta, mira qué bien cuidados están los peces.

Mientras ella se adelantaba, Rafael le habló Martín en voz baja.

—No fue eso lo que dije; mi hermana es un poco exagerada.
—Es simpática –replicó Martín, aparentemente sin haber captado lo que ella había dicho—. Parece contenta.
—Pronto se va a casar; está en las nubes, y su novio es un buen hombre, así que tiene motivos.

El otro hombre asintió con energía.

—Es un paso importante; hay que estar muy seguro para hacer algo como eso.
—Sí ¿No estás casado?

Se arrepintió al instante de haber hecho semejante pregunta, sintiendo que se le subían los colores al rostro. ¿Por qué había preguntado algo como eso a una persona que ni conocía? Pero, para su suerte, Martín no pareció sentirse molesto por la pregunta.

—Para nada; no creo estar preparado para eso. Supongo que soy un poco anticuado ¿Sabes? Quisiera que fuera posible casarse cuando realmente amas a alguien, sin que te importe lo demás. Disculpa, no sé por qué estoy diciendo esto, y tú debes estar ocupado con lo de tu hermana .
—No, no, todo está bien –respondió, calmándolo.

Ese arranque de sinceridad había sido muy agradable de oír; y, en su interior, no pudo evitar pensar que tenía un segundo significado. Se sentó junto a su hermana y realizaron el pedido del almuerzo, y por causa de la insistencia de ella, le contó la historia de la caída y el agua.

—No puedo creerlo –dijo ella, con una risita—, tenías a un hombre sin pantalones ¡Y ni siquiera sabías su nombre!
— ¡Nena!

La chica de 22 años puso una expresión culpable completamente fingida; sus padres les asignaron apodos que solo usaban para regañarlos, algo que ellos heredaron por imitación cuando discutían por alguna tontería.

—Sólo era un chiste –replicó, encogiéndose de hombros—. Además, es guapo, parece atlético .
—Magdalena, ese no es el punto –intervino Rafael—. Él es amable porque es su trabajo; tiene que conseguir público para el restaurante.
—Pero aceptó que lo ayudaras con los pantalones.
—Se llama solidaridad de género.

Magdalena jugueteaba con las últimas arvejas de su plato mientras lo escuchaba; ya tenía listo su argumento.

—Eso lo entiendo; si veo que a una chica le ocurrió un percance con el brasier, la ayudaría porque sé lo incómodo que es pasar por algo así, pero eso no explica por qué no se sacó los pantalones para secarlos él mismo, un baño de hombres –hizo un gesto de obviedad—, es una zona de hombres.

En realidad, en esa última expresión tenía razón; pero toda esa discusión le parecía absurda, de modo que intentó salir de esa zona sin dar el brazo a torcer.

—Puede ser por su mismo trabajo, tal vez se siente incómodo ante la posibilidad de un cliente potencial viéndolo así.

Un garzón se acercó, y retiró rápidamente los platos; su hermana pareció rendirse.

—Bien, eso parece un poco más probable.

Mientras traían el postre, una combinación de tres leches que lucía apetitosa con sólo mirarla, Rafael desvió la vista hacia un costado; a través del cristalino contenido del acuario, pudo ver al anfitrión, y al mismo tiempo, un pálido reflejo de sí mismo. En ese momento llevaba la barba de dos días, y tenía las ojeras un poco más marcadas de lo habitual en su piel morena, por haberse levantado más temprano, por causa de la salida con su hermana; estaba usando el cabello muy corto, como una forma de adelantarse a una calvicie incipiente. Martín, en tanto, lucía más joven que él por dos o tres años, usaba el cabello corto pero con un estilo sofisticado, de un color castaño claro, y tenía ojos de un tono parecido a la miel, que resaltaban en su piel pálida, aunque saludable. No tenían nada en común, no se conocían, y después de ese encuentro fortuito, no se volverían a ver.

—De todos modos –dijo ella una vez que sirvieron el apetitoso postre—, te hace falta salir más, compartir y conocer. Trabajas demasiado.
—Estoy juntando dinero para poder tener un departamento –replicó él, con calma—, en la tienda de electrónica falta gente, y esta es mi oportunidad de hacerlo; además, si todo va como espero, podrían ascenderme.
—Ay Dios, este postre está delicioso, voy a llevar uno para Mariano –lo miró con seriedad—, hermano, el año pasado dijiste lo mismo.
—Pero esta vez es distinto, porque trasladaron a otra zona al supervisor que me impedía surgir –replicó, después de un  bocado del postre—. El que está ahora es justo, y yo ya estoy calificado para ser jefe de tienda, sólo tengo que esperar a que contraten más vendedores, y puede ser mi opción de pasar a ser encargado de local; y en el peor de los casos, el dinero me servirá de todos modos. Ahora estamos a principios de octubre, y por cómo voy, podría tener lo que necesito para comenzar con lo del departamento en febrero.

Magdalena prácticamente se había devorado el postre.

—Está bien, además tampoco me gusta ese departamento en el que estás viviendo; pero promete que no voy a tener que recogerte con pala y escoba por estar trabajando demasiado.
—Te lo prometo. Voy a estar bien por mí, y para tu matrimonio.
—Oh, te exijo que estés radiante.

2


Esa noche, Rafael llegó muy cansado al edificio en el que vivía; después de almorzar con su hermana, siguieron con la interminable lista de compras en el centro comercial, y luego fueron a la casa que tenían ella y Mariano, su novio, quien había llegado de su trabajo poco antes. Compartieron una amena charla, y después de eso regresó a su hogar.
Magdalena tenía razón en tener una mala opinión de ese edificio, y Rafael la compartía; estaba ubicado en el centro antiguo de la ciudad, lo que significaba que podía trasladarse al trabajo caminando y ahorrar dinero y malos ratos en el transporte público, pero los beneficios llegaban hasta ahí. Era todo lo seguro que puede ser un edificio residencial, pero carecía de sistemas de calefacción o aire, por lo que era una hielera en invierno y un horno en el verano; después de darse una ducha, se quedó en pantalones cortos, ya anticipando el calor sofocante del fin de esa jornada, y encendió el televisor. Lo dejó sin volumen cuando recibió una llamada.

— ¿Qué hace mi futuro y sexy jefe de local?

Era Ángel, su compañero de trabajo más antiguo, y un gran amigo; era un tipo enorme, con un corazón de oro, la sutileza de una máquina de pesas y un sentido del humor exagerado, un poco obsceno y a prueba de todo. Cuando, el año anterior el supervisor antiguo eligió a otro para un ascenso en lugar de a él, su amigo estaba casi más molesto que él por esa situación .

—Saliendo de la ducha: tuve un largo día de esclavo de compras con mi hermana.
—Dios te bendiga –replicó el otro, tras una carcajada—, eso es una prueba terrible del destino. Estaba pensando ¿Y si nos tomamos una cerveza?
—Ángel, son más de las nueve de la noche —explicó mientras cambiaba de canal–, y estoy cansado.
—Está bien, al menos lo intenté –se excusó el otro—, pero mira esto, el domingo tenemos turno de tarde, salgamos el sábado con los demás.
—No lo sé, depende de cómo esté.
—A no ser que tengas a una señorita por ahí y por eso no quieras ir –la voz del otro adquirió el matiz de complicidad perversa que usaba en casos como ese—, y que por eso andas tan callado.

Rafael se rio ante esa expresión; al menos su risa era genuina, porque de verdad le causaba gracia.

—No, no tengo una chica escondida , es sólo cansancio por el trabajo; además, tengo que estar bien todos los días.
—Oh, por supuesto, mi jefecito perfecto ¿Vas a dejar que te levante en hombros cuando te den el cargo?

Aunque quisiera evitarlo, no lo lograría; se dijo que debería tomar nota mental de no estar cerca si es que se daba esa oportunidad.

—Aún no sabemos nada.
—Bah, eres el más capaz.
—Tú también lo eres.
—Pero yo no tengo capacidad de concentración como tú: muéstrame la foto de una chica en tanga y se me olvida todo, en cambio tú, puedes supervisar los inventarios, controlar a la gente, acordarte de los horarios de todos, y todavía mirar la foto de una mujer hermosa y no perder la concentración. Esos son nervios de acero. Te dejo, se me secó la boca de tanto hablar y no tengo cerveza, pero promete que pensarás lo del fin de semana, hace tiempo que no sales con nosotros.
—Está bien, nos vemos.

Cortó, y se disponía a apagar el televisor, cuando un sonido fuerte lo hizo saltar del asiento; descubrió que era por algo que había caído al minúsculo balcón de su departamento. Pensando que podía tratarse de algún ocioso arrojando objetos desde el edificio contiguo, se asomó con cuidado; en alguna ocasión había sucedido que un residente fiestero tenía invitados, y alguno se pasaba de copas, aunque a él en particular nunca le había ocurrido, y para su suerte, el tercer piso en el que vivía era tranquilo. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio que lo que había caído en el balcón era un maletín; miró en todas direcciones, pensando en qué podía estar sucediendo, cuando escuchó una voz desde el edificio contiguo, distante sólo algunos metros.

—Lo siento mucho, ese maletín es mío, se me cayó. ¿Podría lanzarlo de regreso?

La voz provenía de un piso más arriba, y en efecto, venía del edificio del frente; Rafael tardó un instante en reconocer a la persona.

— ¿Martín?

El hombre frunció el ceño, confundido.

— ¿Disculpa?
—Rafael, nos vimos en la mañana en el restaurante —replicó, indicándose.
— ¡Vaya, qué coincidencia! –exclamó el otro, sonriendo—. Perdón por eso, aquí falta un tope en el borde y se me cayó, bajo en seguida a buscarlo.
—No –lo interrumpió rápidamente; luego trató de sonar más natural—. Tengo que bajar de todos modos.
—Está bien, pero parecía que ibas a dormir.

Sólo en ese momento recordó que sólo llevaba unos pantaloncillos; antes de delatarse en un estado de nerviosismo por exhibirse de esa forma, tomó el camino más sencillo y reaccionó como lo haría normalmente.

—Es sólo por el calor; dame el número de tu departamento y subo enseguida.

Se dijo que estaba actuando como un adolescente, pero ese razonamiento no impidió que se pusiese una remera en buen estado antes de salir. No era pudoroso, y los pantaloncillos que tenía puestos eran para alguien con mejor estado físico, pero pensó que si había dicho que estaba en esa facha por el calor, no tendría sentido vestirse de otro modo. Cuando tocó en el número indicado en el edificio contiguo, Martín abrió de inmediato.

—Perdón por la molestia, me estoy convirtiendo en un problema constante en tu camino.
—No es nada, en serio –replicó, pasándole el maletín—. No ocurrió nada.
— ¿Rompí algo? Ese maletín es reforzado con metal por dentro y cayó de bastante altura.

La puerta había quedado entreabierta, por lo que se veía el interior; Rafael vio que el departamento estaba en completo desorden, y entendió que era porque Martín estaba llegando: había algunos bolsos y ropa desperdigada por la sala.

—Estaba tratando de ordenar un poco –explicó, señalando vagamente al interior—, y no me di cuenta que en el balcón faltaba un tope en la pared, y se me cayó.
—No hay problema, no hay nada de valor en mi ventana –replicó, aunque en realidad no había visto si tenía un objeto dañado— ¿Te trasladaste hace poco?
—Hoy, en realidad. Después del trabajo —replicó el trigueño.
—Debes estar cansado.
—Un poco, pero quiero dejar todo adelantado para no dormir en el suelo. ¿Entonces no te desperté con el ruido que causé?
—Para nada, estaba viendo un poco de televisión, nada en especial.

Por un momento, Rafael casi escuchó a su hermana diciéndole que tenía que socializar más; y por otra parte, era una coincidencia demasiado curiosa que se lo encontrara de nuevo el mismo día, y encima, descubriendo que se trasladó al edificio contiguo. No era su costumbre ser tan sociable, ni menos con un hombre que podría malinterpretar un buen gesto, pero se dijo que lo peor que podía pasar era que la buena voluntad se quedara en eso.

— ¿Te vendría bien un poco de ayuda?
—No, en serio, ya te he molestado demasiado.
—No es una molestia –replicó, quitando la importancia al tema—, además, cuando uno llega, siempre es bueno tener un buen vecino; a mí me ayudaron cuando llegué, es una forma de devolverle la mano al destino.

Su expresión sincera lo estaba convenciendo; Martín se lo pensó un momento, debatiéndose entre una sugerencia que le convenía y la clara intención de no causar molestias.

—Es que es demasiada confianza pedirte eso.
—Mira, digamos que te estoy devolviendo la mano por tu excelente consejo en la mañana; mi hermana estaba feliz, y como te decía, es mi buena obra del día. Si tomas cerveza, me invitas una y quedamos a mano ¿Qué dices?

Finalmente, Martín accedió, y juntos dedicaron la siguiente hora a ordenar, barrer y mover los muebles; en eso las administraciones de los dos edificios se parecían, porque entregaban los pequeños departamentos con el mobiliario básico, pero sin haber barrido y sacudido en semanas. Daban poco más de las diez treinta cuando dieron por terminado todo eso; en tanto, habían hablado poco, pero manteniendo un clima de colaboración y buena voluntad.

—Gracias, de verdad –exclamó Martín—, me ayudaste mucho. Ahora, si me dices en dónde hay una botillería, voy en seguida por unas cervezas.

Rafael se quedó pensando en eso ¿Y si lograba alargar el contacto un poco más? Estaba claro que sólo era un hombre amable, y en todo ese rato no había habido la más leve seña de algo diferente, pero quizás podría lograr una amistad de ahí; nada más, pero un amigo o un buen conocido no estaba de más.

— ¿Y si lo dejamos para un día en que no estemos cansados? –propuso, como sin querer—. Organizamos algo más temprano, y te cobro las cervezas.
—Está bien –admitió el otro–, te acepto la propuesta, pero es compromiso ¿Vale?
—Prometido.

Próximo capítulo: Buenos amigos


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